jueves, 4 de octubre de 2007

SAN FRANCISCO DE ASIS, de profesión hermano menor.


Un día como hoy, pero de 1226, moría san Francisco en la pequeña ermita de la Porciúncula, cerca de Asís. Por eso, la familia franciscana celebra cada 3 de octubre el Tránsito de San Francisco. Los últimos años de su vida, especialmente desde que recibió la impresión de las llagas de Cristo en el Monte Alverna, fueron dolorosos y llenos de sufrimiento. Su cuerpo, llagado y enfermo, era la viva imagen de un crucificado amenazado de resurrección. Se fue desnudo, con la sabiduría de un pobre, besando la tierra y bendiciendo la vida. Hoy queremos acercarnos a este hombre de Dios en su encuentro con el Crucificado para descubrir en la Cruz el amor del Padre y la fidelidad del Hijo.

Cuando entra en la Basílica Inferior de San Francisco, en Asís, y camina por la nave central, el peregrino descubre a un lado pinturas de la vida de Jesús y, frente a ellas, escenas de la vida de Francisco. Algo así como si el santo reflejara en su vida los rasgos de Cristo: de hecho, sus biógrafos le describen como “otro Cristo”. Avanzando hacia el crucero de la basílica, uno levanta la vista y contempla encima del altar las alegorías de la pobreza, la castidad y la obediencia, y a Francisco glorioso vestido con una preciosa dalmática de diácono, de servidor. Girando la vista a derecha e izquierda, en los dos brazos de la cruz que forma la planta de la basílica, hay escenas del nacimiento de Jesús y de la Crucifixión, justo los dos pilares que aguantan la espiritualidad evangélica de Francisco: la ternura de Belén y el amor hasta el extremo de la Cruz. De hecho, cuando Francisco dice que lo que él quiere es seguir a Jesús, siempre añade dos adjetivos: pobre y crucificado, y con ellos alude a esos dos momentos de la vida de Jesús donde el amor de Dios se ha hecho vida: Jesús nace pobre en Belén y es crucificado en el Gólgota.

Hoy vamos a detenernos en el encuentro de Francisco con el Crucificado. No nos puede pasar desapercibido que al principio y al final de la vida de Francisco hay una relación directa con el Crucificado. Me estoy refiriendo al diálogo de Francisco con el Cristo bizantino de San Damián, en el comienzo de su proceso de conversión, y la impresión de las llagas en el Monte Alverna, un episodio que tuvo lugar tan sólo dos años antes de su muerte. En los dos hay una presencia explícita del Crucificado, como si la experiencia de Jesús que tiene Francisco estuviera asociada a la cruz de modo ineludible. La primera y la última imagen que tiene Francisco de Jesús es la de un Crucificado.

Sin embargo, a juzgar por sus biógrafos, sería injusto decir que la presencia del Crucificado en la vida de Francisco se limita a estos dos episodios del comienzo y del final de su vida de seguimiento de Jesús. Es más, el encuentro con el leproso y el encuentro con el Crucificado están unidos no sólo en la intención sino también en el tiempo. Después de narrar el encuentro de Francisco con el leproso en las cercanías de Asís, su biógrafo san Buenaventura hace referencia en la Leyenda Mayor a un primer encuentro con Cristo. Textualmente dice que “mientras un día oraba totalmente aislado y debido al gran fervor en que estaba absorto en Dios, se le apareció Cristo Jesús como un crucificado. A su vista quedó su alma derretida y el recuerdo de la pasión de Cristo se imprimió de tal manera en lo más íntimo de su corazón que, desde aquel momento, cuando le venía a la memoria la crucifixión de Cristo, con dificultad podía contener externamente las lágrimas y los gemidos, como él mismo más tarde lo declaró confidencialmente, cuando se acercaba a la muerte”. Con este testimonio de san Buenaventura, no cabe duda de que la imagen de Cristo que tenía Francisco era la de un Crucificado y que, como san Pablo, pudo decir abiertamente que conocía a Cristo “y éste crucificado”. Por eso, no es extraño que compusiera el llamado Oficio de la Pasión, una especie de salmodia con antífonas que los frailes rezaban en distintos momentos del día, evocando siempre la experiencia de Jesús en la cruz.

Ante esta presencia constante del Crucificado en la experiencia de fe y de seguimiento de Francisco, nos podemos preguntar qué vio el pobre de Asís en la cruz para que antes que en su cuerpo se le grabara en su corazón de hijo de Dios y hermano de Jesús. Teniendo en cuenta sus escritos y los datos que nos ofrecen sus biógrafos, intuyo que Francisco tuvo al menos dos experiencias fundantes en la contemplación de la imagen del Crucificado.

En primer lugar, creo que, viendo a Jesús colgado de un madero, pudo decir con un lenguaje de hoy: ‘aquí se ha amado mucho’, ‘en la cruz hay mucho amor’. Imagino que, fijos los ojos en el Crucificado, la oración de Francisco evocaría una y otra vez, como una especie de mantra, esas frases bíblicas que lo dicen todo, si somos capaces de oír: “Cristo murió por nosotros”, “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”. Francisco entendió que el “tanto” no se refería a la cantidad de amor, sino a la calidad de ese amor. En definitiva, llegó a la conclusión, desde las razones del corazón, de que nunca habíamos sido amados así, de esa manera, con esa calidad de amor.

Y porque nadie antes nos había demostrado tanto amor, Francisco entendió que la vida sólo podía ser seguimiento, que la respuesta al amor no era el ensimismamiento o la indiferencia sino la entrega de la voluntad. Y esto no como deducción espiritual de alto nivel o teología elaborada al final de su vida, sino desde el comienzo mismo de su conversión. Francisco pregunta al Cristo de San Damián sobre el querer de su Señor para su vida, la voz interior del Crucificado le responde que repare su Iglesia y el joven juglar se pone manos a la obra, como el que descubre que un mandato pedido por un amor crucificado no podía esperar mucho tiempo para ser ejecutado. Seguir a Jesús, cumplir su voluntad fue en Francisco una decisión que no puede separarse de su experiencia de Cristo Crucificado.

Y, en segundo lugar, pienso que mirando al Crucificado, Francisco entendió que la vida sólo se puede vivir como obediencia, porque Jesús fue “obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Vivir la existencia en clave de obediencia no quiere decir cumplir una orden caprichosa, obedecer unos mandatos arbitrarios y someterse a unos preceptos externos. La obediencia evangélica no es sumisión sino experiencia de libertad. Vivir la vida en clave de obediencia significa no tanto aceptar lo que nos viene encima sino más bien acoger la existencia como es, en sus luces y sus sombras, asumir que la realidad muchas veces es mostrenca e hiriente, pero que es una realidad habitada por Dios o, por lo menos, donde Dios también ha puesto su morada, aunque a simple vista no lo parezca.

A esa obediencia, que es el otro nombre de la verdad y de la libertad, sólo se llega desde el sufrimiento, y quien piense lo contrario y espere otra cosa se equivoca, perdido en atajos nada evangélicos. Así ocurrió en Jesús, que, según el autor de la Carta a los Hebreos, “aprendió sufriendo a obedecer”, y así sucede en sus discípulos, incluso los más aventajados como Francisco, porque aquí tampoco “el discípulo es más que el maestro”. Esto es tarea de toda una vida, pero no hay que perder el ánimo si queremos estar en el camino evangélico. Por poner sólo un ejemplo, los últimos años de la vida de Francisco son un testimonio elocuente de este aprendizaje al que sólo se llega por el sufrimiento, no masoquista ni mercantil sino liberador y sanador de todas nuestras mentiras y falsas seguridades. Cuando la familia que él fundó se hizo numerosa y se le iba de las manos, creyó que la orden era obra suya y no don de Dios. Hasta que comprendió que él no era padre de nadie sino hijo obediente de Dios, al igual que sus hermanos, tuvo que atravesar el sufrimiento de la posesión y el dolor de la desapropiación. Sólo cuando quemó el yo con sus máscaras y esclavitudes pudo gritar con libertad: “Dios es y eso basta”. No es fácil vivir en actitud de obediencia, precisamente porque vivir es difícil y todos los días tienen su dosis de dolor, para unos más que para otros. Pero la obediencia como expresión de confianza en el Dios que está no fuera sino en el interior de lo que duele y hace sufrir, muchas veces por el sufrimiento que nosotros mismos ocasionamos a los otros, es una forma de acoger la realidad y de esperar la vida en la muerte.

Ojalá que a todo ello nos ayude Francisco en el día en que celebramos su tránsito. Que el encuentro hoy con el Crucificado sea una experiencia del amor del Padre y de la obediencia del Hijo, como lo fue en Francisco. Y que, precisamente por eso, nos preguntemos una y otra vez por donde se nos pierde, en nuestra vida personal y comunitaria, tanto don recibido y tanto amor entregado en Cristo pobre y crucificado.

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